¿Políticamente correctos? ¡Las pelotas!... // publicado por: César Fuentes Rodríguez
Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas, emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la democracia es imposible y que el Partido es el guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria y luego olvidarlo de nuevo; y sobre todo aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo. Esta es la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había generado un acto de autosugestión.
George Orwell "1984"
Fue allá por comienzos de los noventas cuando reparé por primera vez en la expresión "políticamente correcto" y ya entonces me resultó sospechosa y nada inofensiva.
Detrás de lo que parece un insípido concepto que procura refrenar la posibilidad de afrenta hacia grupos étnicos, sexuales o religiosos late un peligroso mecanismo de desaprobación social infiltrado como un caballo de Troya para coartar el lenguaje, las ideas y el comportamiento de las personas. Tanto así que en el presente hasta se impone a base de legislación y cuenta con un enérgico aparato censor y punitivo.
La antidiscriminación representa hoy el brazo armado de la corrección política.
Así nos encontramos todos los días con casos entre pintorescos e irritantes como el hostigamiento que sufrió el periodista Jorge Lanata por afirmar que un travesti es biológicamente un varón, la expulsión del Gremio de Porto Alegre de un torneo de fútbol porque su hinchada llamó "macaco" al arquero del equipo rival durante un partido o las acusaciones de antisemitismo de las que fue objeto Roger Waters por manifestarse contra el comportamiento del Estado Israelí en la Franja de Gaza. Podría dar montones de ejemplos, y el lector podrá estar de acuerdo en algún caso y en otro no. Entonces, aprobará o desaprobará a viva voz. A eso, hasta ahora, le llamábamos libertad de expresión.
'Discriminar' es una palabra que viene del latín y en su origen significa "separar excluyendo". No tenía en principio el matiz negativo que adquirió luego. Nuestro cerebro está programado para apreciar las diferencias y detectar las similitudes en base a la experiencia recogida y los modelos aprendidos. Es decir, está condicionado para agrupar y discriminar. Pedirle que no reconozca ni procese diferencias y similitudes, es pedirle que pare de funcionar o que trabaje a contrapelo de su naturaleza. Ahora bien, la discriminación social es algo horrible y a nadie le gusta ser discriminado, vale decir, puesto arbitrariamente o no dentro de un grupo y considerado inferior tan sólo por su pertenencia a él. Sin embargo, la antidiscriminación conlleva un riesgo acaso mayor que el que pretende prevenir: la censura a la libre expresión. Puedo entender -aunque no coincida- a los que dicen que ésta es una de las formas en que la sociedad aprende a repensar sus valores. Hoy en día utilizar la palabra "mogólico" para agredir verbalmente a alguien está mal visto porque se presume que, más allá de la intención concreta, se está insultando colateralmente al colectivo de las personas con síndrome de Down. Si bien los que usan el insulto lo hacen mecánicamente las más de las veces, apelando a un modelo de burla que escucharon anteriormente y acaso sin intención implícita de ofender a quien el insulto no va dirigido, los efectos negativos están a la vista. Pongamos que se trata de una toma de conciencia a regañadientes para el individuo, aunque siempre es preferible generarla a través de la educación y no de repulsas públicas y leyes coercitivas.
Pero ¿qué pasa cuando un grupo se victimiza para evitar que se critiquen sus ideas o sus pretensiones? Toda facción religiosa o extremismo político se ha valido históricamente de esta trampa de conciencia de pretenderse "discriminados". Son los que piden que se respeten sus creencias como si fuesen un tabú intocable, y que cuando uno intenta demostrar su falsedad o su absurdo, reaccionan como si les hubiesen pisado un pie, maldiciendo a los supuestos agresores y exigiendo reparación moral por la afrenta. Los religiosos hablan de blasfemia por más que sus libros sagrados estén llenos de palabras de odio y se la pasen condenando al diferente a todos los infiernos. Los terroristas de cualquier laya reclaman tolerancia para su discurso sin importar cuán intolerante sea su ideología o su proceder.
Vamos a aclarar este punto de entrada, entonces: LAS CREENCIAS Y LAS IDEAS NO DEBEN SER RESPETADAS. Nunca. En ningún caso.
Al contrario, se las debe asediar y atacar por derecho y necesidad de razón. Creencias e ideas pueden ser perversas, equivocadas o simplemente estúpidas, y eso se establece debatiéndolas, analizándolas y refutándolas. A los únicos que hay que respetar es a los individuos. Por eso garantizamos el derecho de cualquiera a sostener las doctrinas y opiniones que guste y a expresarlos libremente, pero jamás debemos acceder al silencio impuesto desde el miedo infundido... o la corrección política.
Quizás esto que acabo de escribir te suene extraño o desubicado porque desde chico escuchás a tus padres y vecinos repetirte la cantinela de que "hay que respetar las creencias de todo el mundo". Pero es una mentira, creída como un dogma de tanto repetirla, y nada más. Parate a analizar los hechos y te vas a dar cuenta de que esa prédica vacía tiene que ver más con el "no te metás" que con la argumentación propia de la modernidad y la democracia.
Veámoslo con un ejemplo. ¿Alguien respeta a los nazis, a los militares del Proceso o a los fascistas por su ideología? Seguramente no, porque su ideología era violenta, torpe y probadamente nociva. Sin embargo, aunque rechacemos su ideología, no querríamos condenar a alguien que no cometió ningún delito a prisión sólo por pensar así. Eso es porque respetamos al individuo. Así es siempre y en todos los casos. Las ideas pueden y deben defenderse por sí mismas en cualquier tipo de debate u ocasión; en cambio los individuos necesitan ser defendidos por la comunidad de los hombres de bien para que no se cometan injusticias. Si se pierde el derecho individual a atacar las ideas y las creencias, se pierde el deber colectivo de defender a los hombres. El derecho a la blasfemia y el derecho al disenso son derechos humanos tanto como cualquier otro (1).
Ahora bien, cuando hablamos de democracia no estamos refiriéndonos a un sistema que propone la ventaja de la mayoría sino el bien de todos por igual. Y cuando decimos "todos", aludimos a individuos que, independientemente de sus filiaciones y características, son iguales ante la ley. La corrección política, por el contrario, apunta a la defensa ciega de las minorías con exclusividad y se desentiende de los individuos. Conjetura entonces una situación de opresión permanente de la mayoría sobre la minoría y que la minoría se halla oprimida por definición. Es decir que, donde haya una desavenencia entre un rico y un pobre, un negro y un blanco, un patrón y un empleado, un varón y una mujer, un maestro y un alumno, un local y un extranjero, un heterosexual y un homosexual (y multiplíquense los ejemplos), se volcará siempre a favor del grupo que tiene prefigurado como más débil sin que le importen los hechos, el caso concreto o incluso la conducta de cada persona. A uno se lo justifica, mientras al otro se lo reprueba nada más que por su condición.
No sólo eso, sino que, si las únicas medidas de superación en una sociedad libre resultan ser el esfuerzo y el talento, la corrección política nivela siempre para abajo, castigando con la culpa y el desprecio a los más dotados en lugar de premiarlos, y permitiendo que los que se victimizan obtengan privilegios sin mover un dedo. Imaginemos un colegio donde a los alumnos que no estudian ni asisten a clases se los consiente y alienta sólo porque se presume que no tienen el mismo talento, o la misma facilidad, o el estándar social más conveniente (o por cualquier otra razón) mientras que a los que se pelan el culo estudiando se los trata de ortibas y perdedores. El resultado es la devaluación automática de la educación escolar como sistema.
Este mismo criterio se ha ensayado en diferentes proyectos alrededor del mundo desde 1961 bajo el nombre de "discriminación positiva" o su eufemismo, "acción afirmativa". El presidente estaounidense John Kennedy y su sucesor Lyndon Johnson firmaron entonces sendos decretos para obligar a que las empresas y el Estado dieran empleos a gente de color, mujeres o minorías religiosas. Pero no hay nada positivo en una discriminación social como esa, sino un abierto gesto de injusticia. No se toma al más capacitado, al que más rindió o al que tiene mejores condiciones sino al que pertenece a una determinada extracción, mientras se margina conscientemente al que posee los méritos laborales y académicos debidos. La igualdad de oportunidades para los individuos queda así aniquilada; un hombre pierde y otro hombre gana a causa de un prejuicio. Hay que tener en cuenta que no es lo mismo regular que no se practiquen diferencias de raza, color, sexo, religión y demás a la hora de seleccionar candidatos, que exigir que se haga preferencia y exclusión por las mismas razones (2).
Puede que este tipo de iniciativas hayan nacido bajo la égida del progresismo, pero su raíz es netamente totalitaria. La corrección política siempre se dicta desde una supuesta normalidad, ortodoxia o sentido común que nunca es plural, pues supone un pensamiento único, una suerte de inconsciente colectivo que determina que las cosas "deben ser así y no de otra manera". Pretende uniformar a todos los individuos dentro de un mismo parecer y lo hace de forma coactiva.
"Hay ideas que llegan a la cabeza escoltadas", escribió alguna vez el genial aforista polaco Stanislaw Jerzy Lec, y tengo por cierto que cualquier día de estos nos vamos a morir de corrección política, callando lo que pensamos aun antes de que la noción se manifieste. Dos cosas muy buenas tiene la conciencia: que está dentro de nosotros y que no estrangula a sus vástagos antes de nacer. La corrección política, en cambio, viene de afuera y mata de oficio todo atisbo de espontaneidad o de rebeldía. Al principio, acaso se trata de emplear eufemismos para sustituir términos que puedan resultar ofensivos por otros que suenen mejor. Pero una vez desencadenado el proceso no se sustituyen sólo los términos ofensivos, sino que la dinámica misma de lo políticamente correcto lleva a la censura social y la autocensura de cualquier expresión que no coincida con la "oficial" o "permitida". No hay manera de que el mensaje, la intencionalidad, e incluso la materia del discurso no se desvirtúen. Para ejemplificarlo, los invito a leer la particular versión políticamente correcta de Caperucita Roja que reproduzco al final de este artículo. Estoy seguro de que les va a encantar, pero mucho más a los manipuladores profesionales y agencias de gobierno encargados de aplicarla.
Porque ya sugerí al comienzo que la corrección política no es inocente y buena parte de las medidas antidiscriminatorias lo son aún menos. Por algo proliferan los manuales de estilo que delimitan el modo en que deben manejar la palabra los periodistas que difunden opinión y la legislación autoriza a organismos represivos a amonestar ciudadanos y entidades por sus dichos o expresiones (3). El ataque del poder político a la libertad de expresión no es nuevo, nació con el poder mismo, sólo que desde la revolución informática apunta también sus cañones al único baluarte que quedaba a salvo: Internet. La presión de los ciudadanos libres de todo el mundo ha hecho que el éxito de los gobiernos por limitar las manifestaciones espontáneas de los usuarios en la red sea escaso, pero arremetidas de los autoritarios surgen todo el tiempo para vulnerar los derechos adquiridos. ¿Qué mejor que disfrazar un ataque a la libertad de expresión que con leyes antidiscriminatorias que promueven una supuesta protección para ciertos colectivos? (4)
La antidiscriminación es el nuevo nombre de la censura en las llamadas "sociedades libres". Una renovada modalidad con la que se castiga a la gente por las ideas que manifiesta en lugar de castigar a las ideas por su estupidez intrínseca. La antidiscriminación hostiga a quienes hacen el más mínimo comentario incómodo sobre raza, religión, nacionalidad, moda, política o extracción social pero no combate las raíces del problema. Se persiguen herejías sociales como antes se perseguían herejías religiosas, manejando la descalificación y la demanda de arrepentimiento como el sambenito y la coroza de los autos de fe. La Inquisición hacía exactamente eso en tiempos de oscurantismo: condenar a los que pensaban diferente y adjudicarles el mote de "brujos", "herejes", "blasfemos", "desviados"... Ante el menor comentario que contradiga la ortodoxia cultural en la que vivimos, los acusamos de "racistas", "xenófobos", "homofóbicos" o "machistas" y los quemamos en las hogueras de la televisión y las redes sociales.
Todo en nombre de la corrección política.
Hoy ya es algo más que un virus que infecta el disco rígido de tu cabeza, se ha convertido en una especie de programa paralelo que intenta suplantar tu propia personalidad. Deberíamos sentirnos hondamente intranquilos. Ignoro por qué razón no le damos la importancia debida.
Notas
(1) Y tan descabellado no debe ser cuando el Pacto Internacional por los Derechos Civiles y Políticos -suscrito por España y la totalidad de los países iberoamericanos y con valor superior a sus respectivas constituciones nacionales- lo afirma tajantemente en su artículo 34: http://www2.ohchr.org/english/bodies/hrc/docs/GC34.pdf
(2) Como para subrayar el punto, ha surgido en años recientes el reconocimiento de una situación de discriminación inversa totalmente acreditada. En Estados Unidos se considera racista el uso de apelativos como "nigger" cuando es aplicado a la gente de color, pero no se percibe de igual modo cuando es un afroamericano el que se refiere con términos peyorativos como "whitey" o "honky" a los blancos. La asimetría de derechos y obligaciones resulta evidente. En Argentina, la expresión "cheto" (que alude a personas de clase acomodada o sólida educación) llega hoy a la estatura de insulto y aun así el INADI no lo juzga ofensivo, de seguro por entender que el "cheto" goza de una supuesta posición social, cultural o económica de privilegio.
(3) En Argentina se halla en vigencia la Ley Antidiscriminatoria 23.592, que resulta lo suficientemente vaga como para hacer incurrir a cualquiera en su discurso y el INADI (Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo) funciona a modo de Policía del Pensamiento o Ministerio de la Verdad a la manera orwelliana. Mientras que la AFSCA (Autoridad Federal De Servicios de Comunicación Audiovisual) y el Observatorio de la Discriminación en Radio y Televisión monitorean y controlan obsesivamente los contenidos que se exhiben en los medios aunque ningún exabrupto motive semejante vigilancia. Organismos que cuentan entre sus atribuciones la capacidad de apercibir, desaprobar públicamente o estigmatizar a un ciudadano por DECIR ALGO no pueden ser ingenuos. ¿A vos te suenan "democráticos" entes así? A mí tampoco.
(4) En días recientes, se ha elaborado un proyecto de ley desde el partido gobernante que otorga al INADI la potestad de clausurar por 30 días a los medios de comunicación digitales "que admiten que los usuarios publiquen contenidos, opiniones o dejen mensajes en sus respectivos dominios" de carácter racista o xenófobo. Se trata claramente de un ataque simultáneo a la libertad de expresión del ciudadano y a la libertad de prensa que tanto se ha resentido ya en la última década del país: http://www.periodismo.com/2014/10/24/el-proyecto-que-faculta-al-inadi-a-clausurar-medios/
"Caperucita Roja"
Cuento de James Finn Garner
Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representaba un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad. Además, su abuela no estaba enferma; antes bien, gozaba de completa salud física y mental y era perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que era.
Así, Caperucita roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían que el bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en él. Caperucita roja, por el contrario, poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidad como para evitar verse intimidada por una imaginería tan obviamente freudiana.
De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja se vio abordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en la cesta.
-Un saludable tentempié para mi abuela quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que es –respondió.
-No sé si sabes, querida –dijo el lobo-, que es peligroso para una niña pequeña recorrer sola estos bosques.
Respondió Caperucita:
-Encuentro esa observación sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tu tradicional condición de proscrito social y a la perspectiva existencial –en tu caso propia y globalmente válida- que la angustia que tal condición te produce y te ha llevado a desarrollar. Y ahora, si me perdonas, debo continuar mi camino.
Caperucita Roja enfiló nuevamente el sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de segregado social de esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente, conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela. Tras irrumpir bruscamente en ella, devoró a la anciana, adoptando con ello una línea de conducta completamente válida para cualquier carnívoro. A continuación, inmune a las rígidas nociones tradicionales de lo masculino y lo femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó en el lecho.
Caperucita roja entró en la cabaña y dijo:
-Abuela, te he traído algunas chucherías bajas en calorías y en sodio en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa matriarca.
-Acércate más criatura, para que pueda verte –dijo suavemente el lobo desde el lecho.
-¡Oh! –repuso Caperucita-. Había olvidado que visualmente eres tan limitada como un topo. Pero, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!
-Han visto mucho y han perdonado mucho, querida.
-Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!… relativamente hablando, claro está, y a su modo indudablemente atractiva.
-Ha olido y ha perdonado mucho, querida.
-Y…¡abuela! Qué dientes tan grandes tienes!
Respondió el lobo:
Soy feliz de ser quien soy y lo que soy –y, saltando de la cama aferró a Caperucita Roja con sus garras, dispuesto a devorarla.
Caperucita gritó; no como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el travestismo, sino por la deliberada invasión que había realizado de su espacio personal.
Sus gritos llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnico en combustibles vegetales, como él mismo prefería considerarse) que pasaba por allí. Al entrar en la cabaña, advirtió el revuelo y trató de intervenir. Pero apenas había alzado su hacha cuando tanto el lobo como Caperucita roja se detuvieron simultáneamente.
-¿Puede saberse con exactitud qué cree usted que está haciendo? –inquirió Caperucita.
El operario maderero parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus labios.
-¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un Neandertalense cualquiera y delegar su capacidad de reflexión en el arma que lleva consigo! –prosiguió Caperucita- ¡Sexista! ¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre?
Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza del lobo, arrebató el hacha al operario maderero y le cortó la cabeza. Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el lobo creyeron experimentar cierta afinidad en sus objetivos, decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad basada en la cooperación y el respeto mutuos y, juntos, vivieron felices en los bosques para siempre.
James Finn Garner "Cuentos infantiles políticamente correctos"