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La Teoría Del Big Bang

20 de Febrero de 2018 // Mundanal Ruido #19

La Teoría Del Big Bang

Desde el comienzo mismo del Rock los falsos profetas que anuncian la inminente extinción pierden de vista el hecho fundamental de que alguna vez todo proceso en el universo decae y llega a su fin. Cuándo, cómo y por qué son cuestiones de cada época. Y de eso trata este artículo. // publicado por: César Fuentes Rodríguez

Dio y Lemmy, siempre recordados

A principios de 2016 apareció un sucinto editorial en el diario La Nación que proclamaba sin ambages ni paliativos nada menos que la inminente extinción del Heavy Metal [1]. El escriba responsable del artículo no hizo esfuerzos por ocultar su total ignorancia acerca del tema y se limitó a apoyarse en una oscura referencia de un diario neoyorquino además de lo que le contaron un par de anónimos “especialistas en la materia”. Así de vergonzoso como suena.

Digámoslo de una vez: el Metal, subgénero del rock con ya 50 años a sus espaldas, alguna vez desaparecerá como todo en este mundo e incluso en una civilización como la nuestra que muta a una velocidad asombrosa y apenas conserva su propio legado en la penumbra de los museos y en la memoria residual de sus esquemas consumistas.

Ciertamente el promedio de edad de los próceres históricos del Metal pasa de los 50 años, o mejor dicho, no hay forma de encontrar grandes estrellas de la música pesada menores de 40 años y los decesos por edad avanzada comienzan a precipitarse, con Dio y Lemmy, máximos referentes fallecidos alrededor de los 70, a la cabeza. La lectura del fenómeno se vuelve muy parcial cuando se afirma que ya ralean los grandes festivales, que los medios pasan cada vez menos música heavy y que la creatividad ha cedido lugar a la repetición mientras a un tiempo se dejan afuera ejemplos como “Ghost, Korn o Mastodon” por no ser bandas metaleras “en sentido clásico”. Es decir, el miope redactor pide creatividad por un lado mientras por el otro impugna arbitrariamente a aquellos grupos que intentan algún tipo de evolución sonora dentro de la escena. Ni siquiera se da cuenta de que no es lo mismo hablar de Heavy Metal como estilo que hablar del Heavy Metal como subgénero específico del rock.

Pero lo que el editorial pasa por alto mientras practica el consabido rejunte de información dispersa para rellenar espacio es que no se trata sólo del Metal lo que podría estar menguando sino del rock en general y de la cultura que le dio origen. ¿Acaso en el difusamente llamado mainstream abundan los próceres jóvenes o escasean las bajas recientes de viejas glorias? ¿Florecen los festivales masivos o pueden presumir los modernos cultores de audacia musical en sus propuestas? Desde luego que no. Aquí es donde entra en juego el símil de la Teoría del Big Bang.

Del mismo modo que el universo tuvo su patada inicial hace unos 13.800 millones de años y de un punto denso y caliente se generaron la materia, la energía, el tiempo y el espacio, nuestro Big Bang fue la Cultura Pop que nació en el marco de la prosperidad económica que sucedió a la Segunda Guerra Mundial y del combate denodado que las democracias liberales sostuvieron contra los sistemas totalitarios comunistas y fascistas. Esta revolución cultural se manifestó en las artes, las costumbres, el pensamiento y el lenguaje, y cambió por completo nuestra concepción de la realidad incluso en aspectos tan delicados como la libertad sexual y la revalorización de la voluntad del individuo de cara al poder omnímodo de la sociedad [2]. Podemos situar el estallido en los años 60s aunque el rock estuvo presente desde antes y hasta se constituyó en vehículo indispensable de aquella transformación.

En efecto, somos apenas una especie con ínfulas de inteligencia y civilización que viaja hacia los confines del universo adherida a una roca planetaria de las infinitas que se dispersaron en todas direcciones cuando se produjo la explosión primigenia. Y todos esos fragmentos cósmicos que al principio registraban temperaturas altísimas y velocidades increíbles se van desacelerando y enfriando con el paso del tiempo. Todo movimiento posee una fase de cándido autoreconocimiento, un pico de esplendor inusitado y una lenta decadencia proyectada hacia la gélida incertidumbre del futuro. Así tuvimos unos 50s y 60s fundacionales cuyo epicentro podemos representar sumariamente con los gritos histéricos de las fanáticas de Los Beatles, unos 70s muy creativos pero asolados por los conflictos sociales y las debacles de los grandes artistas, unos 80s maduros y optimistas ante todo gracias a cierta inusitada bonanza económica que puso todo el talento de los músicos en la vidriera, pero a mediados de los 90s el impulso de  la detonación inaugural empezó a perder fuerza. ¿Cómo nos dimos cuenta? Si de Metal específicamente hablamos, porque el subgénero dejó de producir estilos nuevos. Luego del thrash, el death, el black, el industrial o el power ya no hubo manifestaciones colectivas que rezumaran tanta frescura. El propio grunge tendía a cruzar ciertas cepas del hard rock con la entonces llamada ola “alternativa” y ese sería el síntoma general a partir de entonces. Las expresiones del Metal después del 2000 fueron híbridos, es decir, estilos que se combinaron entre sí; y comenzó la era de los covers y los tributos a un punto tal que hoy en día acaso nos llama más la atención una versión de un tema clásico o simplemente ya conocido que las canciones originales que ofrecen la mayoría de las bandas nuevas y viejas.

Parte del problema es que nuestra capacidad de asombro está vulnerada después de tantos años de apreciar aquello que al principio nuestros sentidos apenas podían creer. Lo que escuchamos hoy en día nos agrada, nos conmueve o nos eriza la piel, pero ya no nos sorprende. Dentro de los propios géneros se puede esperar sabor, esmero o perfección; no originalidad. El músico cuenta con la chance de introducir elementos inesperados, como por ejemplo los instrumentos exóticos en el folk metal, pero el mero efecto de un riff desnudo y genial como el de “Smoke On The Water” sobre el oyente difícilmente causará el impacto de otrora.

Sin embargo, el paso del tiempo y el acostumbramiento no son el único factor en la pérdida del entusiasmo. Hubo otro Big Bang en los 90s de dimensión y naturaleza completamente distintos que embistió de lleno por un costado y alteró de cuajo la expansión de la Cultura Pop. Y fue la revolución informática.

Si la tecnología resultante de la Segunda Guerra y de la Guerra Fría nos proporcionó amplificadores, guitarras eléctricas y grabaciones analógicas, la aparición de formatos de difusión cada vez más accesibles al gran público (discos de vinilo, cassettes, magazines, etc.) y aun instrumentos electrónicos tales como secuenciadores y sintetizadores, la ola digital barrió con todo ello poniendo al alcance del gran público herramientas nunca vistas y hasta de uso doméstico. De pronto aquellos que buscaban afanosamente los álbumes inconseguibles de antaño se vieron inundados, con sólo un click en la computadora, por un caudal de material que jamás podrían terminar de catar aunque el día multiplicase sus 24 horas. Discografías enteras que bajan al disco rígido en minutos y la magia de Internet que permite saltear el soporte físico y acceder a la música desde cualquier aparato sin necesidad de almacenarla siquiera, hacen que dedicar atención de calidad a cada obra en particular sea cada vez más complicado. Para los músicos ni siquiera el estudio de grabación resulta un paso obligado, puesto que hay programas que funcionan como verdaderos estudios portátiles y caseros. Ya no son MTV y el cable, ni mucho menos la televisión de aire, los medios que concentran la difusión musical a través de videoclips repetidos hasta el hartazgo, sino que cualquiera puede hacer su elección instantánea en YouTube o similares; con lo cual lo que antes era una experiencia común y generacional ahora sólo se comparte de manera ecléctica y dispersa entre los enterados. El progreso es así, como un mostrador, se recibe algo pero a cambio se entrega y olvida lo anterior. El resultado de esta tecnología floreciente es el de una saturación sin precedentes que amenaza con dejar obsoletas en cualquier momento las canciones agrupadas en LPs para crear un universo de temas sueltos articulados por plataformas digitales gratuitas que hasta recopilan por uno la selección del momento.

Si el mundo ha cambiado de esta forma precipitada e inaudita, lo auténticamente extraño es que el rock mantenga en él alguna presencia. Acaso tenga que ver con el prestigio ganado. En los 60s el rock se hizo contracultural oponiéndose a los valores del bienestar de posguerra sin desechar la música de rock and roll que había florecido en los 50s con Elvis, Jerry Lee Lewis, Buddy Holly y tantos otros. La rebeldía se impuso, parafraseando a Roberto Arlt, por prepotencia de talento, aprovechando sus propias raíces musicales pero enfrentando y subvirtiendo la ideología de la época. El Heavy Metal -cuyos comienzos algunos sitúan en 1966 cuando Jimi Hendrix desbancó en vivo a Eric Clapton, o en el 68 con Blue Cheer y la onda ácida de San Francisco, o con MC5 y el mensaje politizado de Detroit (en cualquier caso mucho antes de Black Sabbath, cuyo primer disco aparece recién en enero de 1970)- surge netamente dentro de esa contracultura que había conocido un punto máximo de ebullición en los turbulentos años de los disturbios raciales en Estados Unidos y el repudio a la Guerra de Vietnam.

Sin embargo, hoy en día ya no tiene sentido decir que el rock representa a la contracultura. Cuando el año pasado la Academia Sueca, vaya uno a saber si por presunción o por ignorancia, le confirió el Premio Nobel a Bob Dylan, su reconocimiento no apuntó bajo ningún punto de vista al presente. Porque Bob Dylan formó parte de la contracultura de hace 40 o 50 años y en la actualidad sus postulados poéticos son perfectamente consonantes con el común de las ideas y formas que ayudó a instalar. Acaso la influencia de aquella sensibilidad alternativa de la sociedad que emergió en los 60s se acabe, como quiere la profecía, cuando desaparezca el último Stone y el último Beatle, pero mientras tanto su misión ha sido cumplida con creces.

En lo que se refiere al Heavy Metal, si aún cuenta con el poder y la voluntad de incomodar y sacar al autocomplaciente de su zona de confort, podremos abusar de la licencia de llamarlo contracultural. Estética o ideológicamente. De lo contrario, tendremos que confiar en las miles y miles de bandas que en todo el mundo siguen creando música agresiva y comprometida con el sueño que empezó en aquel período de inconformismo juvenil de hace 50 años o más cuando el estruendo tempranero del Big Bang todavía ensordecía los oídos de la generación y emborrachaba los corazones con consignas que sólo podían traducirse en gritos desaforados y guitarras estridentes.

Mientras tanto, el Heavy Metal ya no conforma una tribu sino una inmensa legión global que cada año produce miles de bandas, hace temblar el suelo ya sea de grandes festivales o de sótanos hediondos y mantiene el legado de antiguos y noveles heraldos como la más sagrada de las empresas. Tengo la plena seguridad de que esta raza de remeras negras y hormonas en constante ebullición bailará sobre la tumba de todos y cada uno de los imbéciles que cada año pronostican la desaparición de un reino que no reconoce otro soberano que la música atronadora ni otra devoción que la libertad de cultivarla. Quién sabe si no acontecerá la paradoja de que el Metal sobreviva incluso un tranco más allá del género musical al que pertenece y de la cultura que le dio sentido.

Al fin y al cabo, el futuro es sólo aquello que siempre está por descubrirse.

 

 

Copyright © 2017 César Fuentes Rodríguez. El texto se puede utilizar libremente citando la fuente. 

 

Anexo bibliográfico

[1] http://www.lanacion.com.ar/1866848-la-extincion-del-heavy-metal

[2] Para un panorama sucinto y esclarecedor, ver Harari, Yuval Noah, “Homo Deus”, CABA, Debate, 2016, pags. 276 a 297.

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